Thursday, July 14, 2005

La trampa mortal del terror

I

El problema de los políticos, aludo a ellos como si fuesen de una secta internacional que a diferencia de los masones no fuese oculta, es que opinen. Debería existir una regla que impidiese a los políticos opinar. Algo así como el gag (la mordaza) de los jueces. Si eres político, ve callado por la vida. Los discursos de los políticos, artículos en extremo costosos para todos nosotros, deberían prohibirse. Si se prohibiera que los políticos discursearan (me gusta el verbo) el mundo tendría más y más frondosos árboles.

Entonces... ¿qué esperamos para manifestarnos contra los discursos? Que cada vez que un político opine se considere a sus palabras como crimen de lesa humanidad. No más voz para ellos. La vida en mute, por lo menos dos siglos.

II

Casi siempre recuerdo a Londres como una ciudad más bien fría y gris

O verde y gris. ¿Existe el color verdigris o grisverde? Aún en el mes de julio es gris, o debo decir sin sol, sin ese sol de julio sin el cual algunos encontramos que la vida no fluye igual sin sol que con sol y color. ¿O fue primero el sol y ya luego el color?

III

El terror ese, de no saber lo que vendrá, es espantoso.


El acto inesperado de un bombazo sacude mucho más que la tierra o el subsuelo. Nos sacude individual y colectivamente. Ante el dolor ajeno, el propio se cierne sobre nuestra realidad presente cual si fuese una bomba de tiempo. Intentamos imaginar, sin mucho éxito, lo que haríamos en casos parecidos a los heridos por un ataque lanzado al azar. Víctimas de la justicia implacable de otros hombres, incluso de Dios, nos sentimos impotentes, vulnerables, indefensos. Mi abuela decía que cuando suenan las sirenas todos nos acordamos de los heridos y los muertos a los que conocimos por nombre y apellido.

Esta mañana pensé como en la pasada y la anterior, en la horrorosa realidad de hallarnos en alerta ámbar, en Estados Unidos. Picadilly y Circle son realidades que puedo tocar igual que la carretera quince o el camino de Mira Mesa a Balboa, de camino hacia ese puente que todos los días me recuerda que vivo en una de las ciudades más bellas del planeta.

¡Cuánto miedo colectivo! ¡Cuánta expectativa de lo peor! El más mínimo vuelo de helicóptero nos devuelve recuerdos nada gratos. La palabra terrorismo anida en nuestro ánimo sus con sórdidos augurios, con sus augurios ominosos, de índole infernal.

Pero no sólo le tememos a la eventualidad de una muerte apurada en un tren o la esquina, el desplome, de algún edificio citadino. ¡No! La eventualidad nos trae como agarrados del chongo, en todo. Tememos a diario que aumente el desempleo, que arrecien las crisis, que arda el planeta, que más fundamentalismos arremetan contra aquello que de diverso nos distingue o denota a nuestra comunidad inmediata. De sobresalto en sobresalto, nuestra economía personal, material y emotiva, se resiente. Sabemos que de un momento a otro seremos, con más temor que dolor, otra vez, aquel otro y otra que, impopular por una o varias estaciones, servirá de motivo a los políticos –los más grandes fundamentalistas de la historia- para justificar su ineficiencia, sus paranoias, sus miedos. ¡Vaya bomba de tiempo!

IV

Vida de político: Antítesis insólita de la vida de perro. Vida espectacular que indicia que debemos establecer para los políticos la vida de perro y viceversa.

V

“…la afrenta de lo que ocurrió en Londres en las líneas
Picadilly y Circle del subterráneo y en la línea de autobús
número 30, fue la mala fortuna de muchos miles de personas
vulnerables, que luchan por sobrevivir y dar sentido a sus vidas,
atrapados inadvertidamente en el fuego cruzado global de esos dos
fanatismos…

El poeta Keats escribió: "Los fanáticos tienen sus sueños, y con
ellos intentan tejer un paraíso para una secta". Todos los que no
pertenecen a secta alguna escogerían vivir, no en un paraíso sino
sobre la Tierra, juntos.”


John Berger
(cita de la traducción del texto de John Berger por Ramón Vera Herrera, para La Jornada)

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